martes, 30 de octubre de 2012

Mamá Mimi

Mi abuelita, doña María Ruelas de Michel.
Me enseñó mis primeros números y mis primeras letras. Cuando yo tenía escasos cuatro o cinco años de edad. Se sentaba conmigo y llena de paciencia y cariño inventaba juegos con esos números y con esas letras anotados en papeles o cartoncitos. Así aprendí a contar y así tuve mis primeros rudimentos de lectura. Por eso, poco antes de cumplir seis años, cuando terminé el kínder y mi mamá me quiso inscribir en preprimaria, las monjas del colegio Hernán Cortés, en pleno centro de Tlalpan, le dijeron que como ya sabía leer y contar, me pasarían directo a primero de primaria. Por eso siempre fui un año adelantado en la escuela. Gracias a ella, a mi abuelita materna, María, la madre de mi madre.
  María Ruelas era su nombre. Había nacido en Autlán de la Grana, Jalisco, por allá de 1880, y se casó ahí mismo, en 1899, con mi abuelo, Fidencio Michel, dueño de un rancho, una casona, muchas cabezas de ganado bovino y porcino y cientos y cientos de hectáreas de terreno (cuenta la leyenda familiar que sus tierras llegaban hasta Barra de Navidad, en plena costa jalisciense, y que jamás llegó a conocerlas todas). Ahí mismo, en Autlán, tuvieron a sus trece hijos, siete hombres y seis mujeres, de los que Rebeca, mi mamá, fue la última. Nació el 10 de enero de 1922.
  De muy pequeño, yo le decía Mamá Mimi (y a mi abuela paterna, doña Guadalupe Ayala de García, de quien ya escribiré más adelante, le decía Mamá Pipi).

Mama Mimi y yo, a fines de 1955.
  Además de enseñarme a leer y a contar, mi abuelita María me regaló mi primer libro: Corazón, diario de un niño, del escritor italiano Edmundo D’Amicis. Me lo obsequió con la siguiente dedicatoria, fechada el 18 de marzo de 1962, poco antes de que yo cumpliera siete años:

“Para mi nieto Hugo, que aprendió conmigo las letras y los números. Con todo mi cariño. María Ruelas de Michel”. 

  Leí ese novela, una y otra vez, durante varios años. Ya escribiré también un texto completo acerca de la misma, un relato un tanto cursi, visto desde la perspectiva actual, pero muy bellamente redactado y con momentos en verdad conmovedores, Es sin duda uno de los libros que me marcaron para siempre. Debo decir que aún lo conservo, con todo cariño y con los mejores y más dulces recuerdos de mi abuela María, Mamá Mimi, quien falleció cuando yo tenía ocho años, en 1963, a sus ochenta y tantas primaveras.

domingo, 21 de octubre de 2012

El teatro y yo

Con Eduardo Limón, en una obra de Fernando Rivera Calderón
Mi relación con el teatro no ha sido muy cercana a lo largo de mi vida. No porque no me guste, sino porque nunca he logrado cerrar el círculo con dicho arte.
  Como espectador, por ejemplo, a lo largo de mi vida he presenciado pocas obras teatrales. Al menos relativamente. Creo que si digo que por cada obra he visto quinientas películas, no exagero. Ese es más o menos el equivalente. En la primaria me llevaron a Bellas Artes a ver Sueño de una noche de verano de William Shakespeare. Esa fue la primera obra que vi. También de niño, recuerdo haber visto una representación al aire libre de La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón y otra de Fuenteovejuna de Lope de Vega, en el atrio de la iglesia de San Agustín, en el centro de Tlalpan. Ya en mi adolescencia, me dejó muy marcado una obra de teatro universitario que se llamaba Los insectos, de Karel Capek, dirigida por el legendario Julio Castillo y en la que actuaban entre otros unos muy jóvenes Ofelia Medina, Manuel Ibáñez, Salvador Garcini y Blanca Guerra (guapísima), además de la inolvidable y chispeante actuación de la no menos guapa Dora Guerra.
  Claro, he visto más obras, pero no son muchas. Recuerdo títulos como Debiera haber obispas de Rafael Solana (con la gran Ofelia Guilmain), El extensionista de Felipe Santander (en el teatro Jorge Negrete, con mi querido y ya desaparecido tío Alfredo en un papel peor que secundario), El juego que todos jugamos y Abolición de la propiedad de José Agustín, El avaro de Moliére (versión estudiantil en la que actuaba Gerardo Hellion, el hijo de Rosa, mi ex esposa), Tina Modotti de Victor Hugo Rascón Banda (en la Sala Juan Ruiz de Alarcón de Cultisur, dirigida por Ignacio Retes y con Tina Romero en el papel de la Modotti), las comedias Sálvese quién pueda (con Jorge Ortiz de Pinedo y Gonzalo Correa) y Una pareja con ángel (¡con Mónica Garza y René Franco!), Las obras completas de William Shakespeare (Abreviadas) (con Diego Luna, Jesús Ochoa y Rodrigo Murray), La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca (con Denisse como una de las hijas), dos o tres puestas en escena de teatro cabaret escritas por Fernando Rivera Calderón (en El Vicio, de Coyoacán, en una de las cuales entré como “actor” emergente, para una pequeñísima intervención leída, una noche en que les faltó el titular; ver foto), algunas piezas teatrales en Casa Azul (como las divertidísimas Homo Melodramaticus  o La boda, con las actuaciones de mis coristas de Los Pechos Privilegiados, Leyla Rangel, Giuliana Vega y/o Paula Watson) y la inovidable puesta en escena de Susana y los jóvenes de Jorge Ibargüengoitia (con la gran actuación de mi sobrina Leyla en el papel de Susana). Habrá una decena más que ya no recuerdo (bueno, hace como un año fui con Denisse a Cultisur para ver Zoot Suit de Luis Valdez, Rock 'n' Roll de Tom Stoppard y La cocina de Arnold Wesker, esta última con alumnos del CUT. También vimos juntos Resonancias, una obra malísima de Héctor Mendoza, en el Teatro Santa Catarina de Coyoacán).
  También he leído obras impresas de autores como los ya mencionados Molière, Ruiz de Alarcón e Ibargüengoitia, además de algunas de Oscar Wilde, Salvador Novo, José Agustín y Woody Allen.
  Como estudiante, sólo actué una vez. Esto sucedió cuando iba en tercero de primaria, en el colegio Hernán Cortés, de Tlalpan, durante el festival del Día de la madre (para ser preciso, el 10 de mayo de 1963). Se trataba de una escena que transcurría en un salón de clases y lo único que recuerdo es que debido a una travesura, una niña me acusaba con la maestra y ésta me arrastraba, desde mi pupitre hasta el pizarrón, tomado de las patillas, a lo que yo me limitaba a gritar “¡Ayyyyy, ayyyyy…!”. Al regresar a mi lugar, pasaba junto a la niña acusona y le gritaba un insulto cuyo significado jamás he llegado a comprender (“¡Cuchara de viernes!”), pero que provocó mucha hilaridad a la concurrencia que se agolpaba en el patio principal del colegio de monjas en el cual cursé de primero a cuarto años.
  Ya en tercero de secundaria (en 1969), junto con mi compañero de 3º C Jesús González Aguilar (me pregunto qué se habrá hecho), intenté escribir una obra de teatro de la que sólo se hizo el primer acto. Se llamaba Voy a cambiar el mundo y era una ingenua crítica al “sistema”, desde una perspectiva cándidamente jipiteca. Yo iba a ser el director y Chucho uno de los actores (en el papel de “El ciego”). La verdad es que la obra la escribí con la idea de que el papel principal (una chava hermosa de nombre Sonia) lo interpretara la chavita que me gustaba en ese momento y que me traía loco: la bellísima Leyla Islas Sahid, de 3ºA (ver la entrada "Leyla" en este mismo blog).
  La obra jamás quedó terminada, por consiguiente nunca se escenificó y no volví a saber de la hermosa Leyla.
  Esa es mi relación de vida con el teatro.

martes, 13 de marzo de 2012

El cine Tlalpan

Para quienes nacimos hace algunas décadas en el antiguo pueblo de San Agustín de las Cuevas, el cine Tlalpan forma parte de nuestra educación sentimental y nuestra malformación cinematográfica. Al contrario de los salones de cine neoyorquinos de su infancia y adolescencia (el Midwood, el Kent, el Vogue, el Avalon) que Woody Allen recuerda como templos relucientes e impecables, el Tlalpan jamás rebasó su calidad de cine piojito y absolutamente popular. Su mayor auge lo tuvo en la década de los sesenta, cuando su arquitectura era muy diferente a la actual. Aposentados en sus incomodísimas sillas de triplay, parvadas de mocosos asistíamos a las funciones triples (entre semana) y dobles (sábados y domingos), en las cuales por un peso con cincuenta centavos (entre semana) o dos cincuenta (sábados y domingos) podíamos ver tres películas mexicanas en blanco y negro (del Santo, de Tin Tan, de Viruta y Capulina, del Piporro et al, entre semana) o dos filmes mexicanos o extranjeros en color (sábados y domingos).
  El ambiente en el cine Tlalpan (ubicado en la esquina que hacen la avenida San Fernando y la otrora bellísima calle Juárez) era bastante peculiar y había espectadores de sospechoso aspecto que asistían prácticamente a diario. En particular, yo solía ir con mi bola de cuates de once o doce años y siempre nos sentábamos en la fila “de hasta adelante”. Fue ahí donde vi mi primera película “fuerte”: Mujeres, mujeres, mujeres, pésima cinta mexicana sesentera cuya escena más excitante presentaba a Ana Bertha Lepe peinada con chongo, en calzones rojos (¿o eran negros?), mientras se tapaba los pechos con las manos. Para nosotros, sin embargo, fue como ver porno hardcore. Hoy pasan ese churrito como si nada en el canal 9.

Esto es hoy lo que fue el viejo Cine Tlalpan.
  No obstante, hubo dos momentos cumbres, históricos, en el cine Tlalpan. El primero, cuando se presentó San Martín de Porres (con René Muñoz). Las colas para entrar se extendían a varias cuadras por avenida San Fernando y la hermosa y arbolada calle Juárez. El segundo, cuando se estrenó El Cid, con Charlton Heston. Fue para los tlalpeños un verdadero shock cultural en cinemascope y technicolor.
Me parece bien que las autoridades delegacionales hayan recuperado y remozado al cine Tlalpan, para transformarlo en el auditorio Ollin Kan. Lástima, sin embargo, que jamás se podrá rescatar su antigua grandeza de sala piojito que hoy nos causa a algunos, ¡ay!, tanta nostalgia.