viernes, 8 de mayo de 2009

El Paco


Aunque algún día hablaré aquí de mi miedo (a veces rayano en el pavor) hacia los perros caseros, hoy quiero contar la historia de Paco, un perico (ver foto) que de fines de los años setenta a principios de los ochenta tuvo mi mamá y al que por alguna insondable razón jamás le caí bien y siempre mostró una enorme hostilidad para conmigo. El pájaro de marras carecía de jaula y andaba libre por toda la casa de mi madre, donde también vivían mi hermano Jorge y mi hermana Ivette y a donde de vez en vez aterrizaba mi padre luego de alguno de sus viajes de trabajo por el Bajío. Mi hermana Myrna vivía con su esposo Jorge, pero al igual que mis otros dos hermanos y mi mamá adoraba a aquella singular ave. Paco no era un perico palo cualquiera. Tenía una extraña inteligencia, sabía algunas palabras y discriminaba a la gente entre aquellos que le caían bien (y hasta se metía a bañar con ellos y se ponía a cantarles mientras se duchaban) y aquellos a quienes no toleraba (mi padre y el autor de estas líneas entre ellos).
Yo para ese entonces ya estaba viviendo con Rosa, aunque aún no me había casado. La cosa es que cada vez que iba de visita a donde mi mamá, el Paco no desaprovechaba oportunidad para tratar de atacarme y picotearme, como vil cancerbero (o sea, como el can Cerbero, la bestia que custodiaba la puerta del infierno en La Divina Comedia de Dante). ¿De dónde le venía aquella antipatía feroz? No lo sé. Lo que sí sé es que tenía yo que pensarlo muy bien para atreverme a acudir a la casa materna y arriesgarme a ser agredido por el dichoso plumífero ("cotorra" lo llamaba mi papá con desprecio, a lo que Paco le replicaba "¡burro, burro...!").
Me recuerda Myrna que Paco murió justo el día en que mi hijo Alain cumplió un año, es decir, el 15 de noviembre de 1983. Mi mamá y mis hermanas lo lloraron como si de un familiar se tratase. A final de cuentas eso era para ellas: un integrante más de la familia García Michel. Para mí, en cambio, fue un pinche perico al que yo le caía gordo... y el sentimiento era recíproco.

sábado, 2 de mayo de 2009

Mi catolicismo


Nací en el seno de un hogar muy católico y por parte de mi familia materna, provengo de un sector franca y abiertamente ultracatolicista del estado de Jalisco (mi tío Javier, por ejemplo, fue guerrillero cristero y peleó, con las armas en la mano, contra el gobierno de Plutarco Elías Calles). Mi madre trató de educarnos, a mis hermanos y a mí, dentro de la doctrina más ortodoxa y conservadora de la iglesia romana, mas para su desgracia le salió el tiro por la culata, ya que ninguno de nosotros cinco es hoy un católico practicante que vaya a misa y esas cosas (yo no he asistido a una en los últimos treinta años). Sin embargo, aunque no siga los dogmas y mandamientos de la religión católica, debo reconocer que en lo más profundo de mi ser llevó arraigadísimo lo mejor y lo peor de la misma. Con esto quiero decir que muchas de mis actitudes, reacciones, sentimientos y maneras de ver la vida están regidas por mi inconsciente catolizado. Pasé mi educación primaria en colegios de monjas (de primero a cuarto) y de sacerdotes salesianos (quinto y sexto). De pequeño, era yo real y sinceramente un católico convencido y a los diez u once años no sólo leía libros de religión para niños y la historieta Vidas ejemplares de Editorial Novaro, sino que uno de mis pasatiempos favoritos (lo juro) era jugar a que oficiaba misa. Yo mismo armaba una especie de altar, me ponía una como sotana y de la manera más solemne iba siguiendo cada paso de dicha ceremonia.


Pero llegaron la adolescencia, la escuela secundaria (en un plantel oficial, dadas las estrecheces económicas de mi familia a mediados de los sesenta) y las lecturas liberales y socialistas (desde Los supermachos y luego Los agachados de Rius, hasta diversos libros de tendencia izquierdista) y vino un cambio radical en mi mentalidad (apoyada por mi hermano mayor, Sergio, quien me influyó mucho al respecto). Dejé la religión católica y abracé la ideología marxista-leninista, sin darme cuenta de que se trataba de una nueva religión a la que empecé a seguir con tanto o más fervor que el que le otorgué al catolicismo. Me volví comunista y ateo. Me convencí de que la religión era el opio del pueblo, sin reflexionar en que la ideología puede ser igualmente opiácea. Era yo un socialista converso que admiraba de la manera más ciega a Carlos Marx, Federico Engels, Lenin, Stalin (sí, Stalin), Mao Tse Tung, Fidel Castro y el Che Guevara -mis nuevos santones-, lo mismo que a la URSS, China, Cuba y todo el bloque soviético. Así estuve durante largos años, hasta que los golpes de la realidad histórica y la propia reflexión crítica y autocrítica me fueron abriendo los ojos. A fines de los ochenta, primero con el movimiento Solidaridad en Polonia y más tarde con la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética y todos sus países satélites de Europa Oriental, me desengañé de lo que había sido mi segunda religión: el comunismo. Saber de los horrores genocidas cometidos por el propio Stalin, por la llamada Revolución Cultural china, por el sanguinario Pol Pot en Cambodia o por el sátrapa Nicolae Ceausescu en Rumania; conocer la terrible vigilancia policiaca a la que eran sometidos los ciudadanos de Alemania del Este, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria, etcétera, -algo que sigue sucediendo hoy en Cuba-, fueron cosas que terminaron por descubrirme una verdad contundente y que me hicieron dar cuenta de que el dogma comunista puede ser tan fanatizante y enceguecedor como el dogma católico apostólico romano.


No puedo decir que he logrado quitarme de encima la influencia de mi temprana educación católica (un verdadero adoctrinamiento). Por ejemplo, aún persiste el dominio del castrante sentimiento de culpa que mi madre inculcó de un modo terriblemente hondo en mi psique. Sé que no lo hizo con perversidad, sino todo lo contrario: ella siempre ha querido que mis hermanos y yo seamos buenas personas y sus intenciones han sido las mejores. El problema está en la religión católica misma, al menos en la que me tocó padecer desde muy chico, esa que te obliga a temer a un Dios vigilante, castigador y omnipresente y a creer como un fanático, sin reflexión, sin cuestionamientos, con una aceptación absoluta a sus dogmas y una obediencia total a la jerarquía eclesiástica, desde el Papa de Roma hasta el más humilde sacerdote.
No soy católico. Sin embargo, llevó en mi cerebro todavía mucha de la formación y la información de esa clase tan cerrada y obtusa de pensamiento. Tampoco soy ateo (mi relación con lo espiritual es muy particular y no requiere de intermediarios). Mi lucha cotidiana, hoy día, es por no caer en actitudes y posiciones beatas, sean religiosas, políticas o ideológicas. En eso estoy empeñado.

miércoles, 22 de abril de 2009

Primera gira de Octubre


Sucedió a fines de noviembre de 1974. Yo tenía diecinueve años y llevaba escasas dos semanas de andar con Rosa, mi primera novia (por decirlo así) y ni por asomo imaginaba que mi relación con ella iba a durar cerca de dieciocho años más, que nos casaríamos, que tendríamos dos hijos y que nos divorciaríamos en 1992. Pero ese no es el tema. Recomienzo: sucedió a fines de noviembre de 1974. Desde dos años atrás, yo cantaba con Octubre (un dueto acústico que llegó a ser trío y cuya historia narraré en otra ocasión), al lado de Adolfo Cantú (de dieciséis años por ese entonces), mi mejor amigo de toda la vida, y gracias a mi hermano Sergio nos llegó la oportunidad de presentarnos por primera vez fuera de los límites del Distrito Federal. El lugar de nuestra actuación sería la pequeña ciudad de Huimanguillo, en Tabasco, y tocaríamos al final (¿o al principio?) de una función de cine independiente en Super-8, con películas de mi consanguíneo. Rosa fue a despedirme a la estación de autobuses de Oriente (la TAPO) y el viaje fue larguísimo.

Al llegar a Huimanguillo, que en aquel tiempo era más bien un pueblo muy chico y macondiano, fuimos recibidos por las organizadoras del evento, todas ellas señoras pertenecientes al Comité de Damas de la Asociación Ganadera de Huimanguillo (juro que es cierto) y lo primero que nos mostraron fue el pequeño cartel con el cual estaban promoviendo la función de cine y música. Era de risa loca, ya que en lugar de anunciar a Octubre (al que confundieron con una organización o grupo cultural), me mencionaban sólo a mí y lo hacían como "Hugo, el cantante de moda" (ver imagen). Pocas veces me he carcajeado tanto en la vida. Recuerdo que en el cuarto del hotelito donde nos hospedaron, Adolfo y yo materialmente nos revolcamos de la risa durante un muy largo rato.
Tan surrealista como eso fue la presentación. El local era una especie de gimnasio con pésima acústica y acudió muy poca gente, ya que para nuestra mala fortuna, después de unos veinte años de no hacerlo, justo ese día llegó un circo al pueblo y nos robó a los espectadores. Así, frente a una escasa veintena de señoras y niños, tocamos varias de mis canciones "de protesta" (según el cartel). Hubo un momento muy chistoso, cuando a la mitad de una canción, la gente empezó a hacer ruiditos con la boca y gestos con las manos, mismos que no entendíamos. Hasta que nos dimos cuenta de que un perro callejero se había metido al local y andaba en el escenario, detrás de nosotros. El público trataba de ahuyentarlo para que se fuera y pudiéramos tocar en paz. A pesar de todo, al final nos aplaudieron a rabiar y todo salió muy bien (hasta nos pagaron cien pesos). Así fue la primera y única gira de Octubre. Una experiencia francamente delirante.

domingo, 12 de abril de 2009

¿Calles son destino?


Por alguna extraña razón, a lo largo de mi vida he vivido casi siempre en calles con nombres extraños, estrambóticos y/o significativos. La primera calle (1955-1959) no fue tan rara: Coapa, en la colonia Toriello Guerra, en Tlalpan. La segunda (1959-1960) sólo tiene como misterio la identidad de la persona cuyo nombre lleva: Roberto Gayol, en la defeña colonia Del Valle, delegación Benito Juárez (hasta donde sé, Gayol fue un ingeniero nacido a mediados del siglo XIX que pronosticó el hundimiento del centro del Distrito Federal). Mi tercera calle (1960-1974), ya de regreso a mi pueblo natal, lleva (porque todavía existe, a dos cuadras del centro de Tlalpan) el corporativista y un tanto críptico nombre de Magisterio Nacional (no, hasta donde sé nunca vivió ahí Elba Esther Gordillo), en cuyo número 84 pasé los más importantes años de mi niñez y mi adolescencia. La cuarta (1974-2000) fue Once Mártires, colonia La Fama, en la misma delegación. A pesar de mi vocación de víctima, el nombre nada tiene que ver conmigo (aunque a veces me haya sentido un doceavo mártir) sino con once obreros huelguistas que ahí fueron fusilados por el régimen de Porfirio Díaz. Por último vino mi actual calle (2000 y hasta la fecha), Maximino Ávila Camacho, de nuevo en la Benito Juárez, aunque esta vez en la colonia Ciudad de los Deportes. Este Ávila Camacho fue hermano de Manuel, quien fuese presidente de la república de 1940 a 1946, y arrastraba una terrible fama pública (Ángeles Mastreta lo retrata en su novela Arráncame la vida). Al parecer, fue asesinado por gente muy cercana a él. Cosas de la vida: el hijo de Maximino, Manuel, fue amigo mío (me lo presentó Fernando Rivera Calderón), excelente persona, cosmopolita extraordinario, conversador prodigioso y buen lector de La Mosca en la Pared hasta antes de su muerte, acontecida en 2007.
Cinco calles a lo largo de mi vida, pero con nombres demasiado peculiares.

viernes, 10 de abril de 2009

Foto antigua


En ella aparecen mi abuelo Emiliano y (según creo) su hija, Esperanza, hermana mayor de mi padre. Desconozco dónde fue tomada, pero puedo aventurar que se trata del pequeño lago de las Fuentes Brotantes, en Tlalpan. El año debe ser 1916 o 1917, pues ella le llevaba siete años a mi papá y él nació en 1921. A sus noventa y cinco años recién cumplidos, mi tía aún vive, en la misma Quinta Guadalupe que mandó construir don Emiliano en honor a su esposa, mi abuelita Lupe. Ya escribiré en su momento con más detenimiento de cada uno de ellos. Por lo pronto, presento esta antiquísima y un tanto maltratada imagen que llegó hace poco a mis manos (si le dan clic a la misma, podrán verla en amplitud).

sábado, 4 de abril de 2009

José Agustín


Conocí a José Agustín a mediados de 1971. Mi hermano Sergio y él eran (y siguen siendo) muy buenos amigos –ambos andaban en el rollo del cine- y el primero me llevó varias veces al apartamento del segundo, en la calle Gabriel Mancera (todavía no era el Eje 2 Poniente), en el corazón de la colonia Del Valle. Agustín tenía veintisiete o veintiocho años de edad y recuerdo su hogar (donde también conocí a su esposa Margarita y a sus hermanos Augusto –enorme pintor- e Hilda, La Muñeca, quien en aquellos días estaba muy guapa) como un lugar lleno de luz, discos, libros, carteles, cuadros (sobre todo del propio Augusto), buena música y muy buen sentido del humor. Desde entonces parte mi amistad con el escritor (aunque en esos momentos yo era un escuincle de dieciséis años), de quien para entonces ya había leído varios libros: La tumba, De perfil, La nueva música clásica, Se está haciendo tarde (Final en Laguna) y otros, además de que leía sus artículos de rock en El Heraldo de México (diario en el que José Agustín también solía traducir letras de canciones de los Beatles, los Rolling Stones, Frank Zappa, Jefferson Airplane, etcétera) y las revistas Pop y La Piedra Rodante, ambas en circulación por ese entonces (la foto de portada del número ocho de esta última fue tomada precisamente en el depto agustiniano de la Del Valle y aquí la incluyo). Por supuesto que su literatura me cimbró (había leído La Tumba a mis catorce marzos) y me marcó para siempre, aparte de que sus textos sobre rock sin duda incrementaron mi gusto por el género.

Mi segundo encuentro importante con Agustín –aunque por mi hermano seguí teniendo contactos esporádicos con él, como algunas visitas a su casa de Cuautla- se dio hasta fines de los ochenta, cuando en Editorial Posada me brindaron la dirección de la revista Natura y decidí darle un giro, para hacerla no sólo naturista y vegetariana, sino también ecologista, antinuclearista y contracultural. Para ello invité a José para que colaborara conmigo y aceptó de muy buen grado, con lo que se inició una colaboración editorial que llegaría a su máximo nivel en la revista La Mosca en la Pared, en la cual participó con su columna La cocina del alma desde el primer número, aparecido en febrero de 1994, hasta el último, editado en marzo de 2008.
Larga pues ha sido la amistad y la colaboración entre el Josagus y yo. Conozco bien a dos de sus hijos (Andrés y José Agustín, ambos colaboradores de La Mosca en diferentes momentos), aunque a Jesús, el mayor, sólo lo conocí cuando era un chavito. De vez en vez hablamos por teléfono y/o nos escribimos. La última vez que lo vi en persona fue hace ya algunos años, en 2002, cuando fui con María José Cortés, Isadora Hastings, Damián Ortega y mi hermano Sergio a comer, un sábado lleno de sol, a su preciosa casa cuautlense.

Ahora, diez días después de que le mandé una invitación escrita para que se integre al nuevo proyecto en que estoy trabajando y seis meses después de que hablamos por teléfono y me invitó a pasar un fin de semana en su ya referida casa (cuestión que aún no se concreta), me entero de primera mano del accidente que sufrió en la ciudad de Puebla y del cual por fortuna va saliendo bien librado.
Sólo palabras de agradecimiento puedo externar por José Agustín (quien también había escrito el prólogo para mi libro de entrevistas Rock bajo palabra que en 1996 se quedó entre los proyectos cancelados de Editorial Planeta por falta de presupuesto), siempre tan generoso, desinteresado, afable y buena onda conmigo. Es una persona a quien quiero mucho, lo mismo que a su esposa Margarita y sus tres sensacionales hijos. Espero que se reestablezca pronto y que lea estas sinceras palabras (y que nos veamos muy pronto en su querida y cálida Cuautla).

lunes, 30 de marzo de 2009

La casa de la vía



Fue mi primera casa, la primera que habité recién nacido, en marzo de 1955. Estaba en la calle Coapa No. 90, entre la avenida Ferrocarril y la calle Industria, colonia Toriello Guerra, en el pueblo de Tlalpan. Hoy ya no existe y en su lugar se encuentra la escuela activa Bartolomé Cossío. Mis recuerdo de los cuatro años que viví ahí con mi papá, mi mamá y mi hermano Sergio (diez años mayor que yo) son muy vagos. Sé que teníamos un jardín y un perrito y un coche (un Chevrolet 1939) y que yo tenía a tres o cuatro amigos invisibles -niñas y niños- a quienes trataba con un realismo tal que era como si fuesen reales (¿y si lo eran?). Una de esas amigas aparentemente ficticias se llamaba María y más de una vez impedí que mi mamá o alguna tía se sentaran en un sillón para que no la aplastaran (mi tía Raquel, hermana de mi madre, solía ponerse nerviosa con mi actitud protectora). En 1958, la casa recibió a una nueva integrante de la familia, mi hermana Myrna, y un año después tuvimos que dejar aquel domicilio por problemas con el pago de la renta. Nos fuimos a la colonia Del Valle, a una casa en la calle Roberto Gayol, donde estuvimos un año antes de regresar a Tlalpan (pero eso será materia de algún texto posterior).


Ah, ¿por qué la conocíamos como la casa de la vía? Porque a ambos costados de la misma pasaban las vías del tren (en realidad el tranvía) que iba de Tlalpan a La Villa de Guadalupe (el trayecto duraba dos largas horas) y a espaldas de la casa, en la avenida San Fernando esquina con la calle Madero, se encontraba la pequeña estación tranviaria que tan bien recuerdo. A un lado de ésta, sobre Madero, estaba una tienda de abarrotes (conocida como "la tienda de la estación" y donde había unas donas azucaradas exquisitas) y enfrente de ésta una mercería en la cual vendían juguetes (y a cuyas dependientes conocíamos como "las señoritas de la juguetería"). Todo a escasas dos cuadras del centro de Tlalpan.
La casa de la vía, mi primera casa.

jueves, 26 de marzo de 2009

Las razones de este blog


¿Por qué un blog de memorias, por qué un blog autobiográfico? ¿Será que al cumplir hoy cincuenta y cuatro años me ha entrado al fin la crisis de la edad? ¿Acaso de súbito me siento viejo y encaminado hacia la ancianidad y el fin de mis días? Pues no, no se trata de eso en absoluto. La razón principal de este espacio virtual es el de revisar, sin orden cronológico alguno, lo que ha sido mi vida -conmigo mismo y con las personas y circunstancias con las cuales me he ido topando- a lo largo de más de cinco décadas y tratar de entender cómo es que he llegado a este momento (ver foto) en el cual teóricamente debería ser un adulto maduro y ecuánime, serio y circunspecto, y no el tipo un tanto anárquico, informal e insensato que soy. A lo mejor en mi caso el rock sí ha tenido la culpa y por eso en el fondo sigo siendo un adolescente irremediable (aunque no un púber irresponsable, al menos no del todo: mis hijos saben que jamás los he descuidado y que como padre he sido amoroso, atento y cumplido con mis obligaciones, incluidas -por supuesto- las económicas). En fin, que este Pretérito imperfecto es un foro personal que tal vez le interese a muy poca gente, quizá tan sólo a la más cercana o ni siquiera a ella, pero que para mí es una necesidad personal y ontológica (puse esta palabra a fin de que se lea más intelectual el asunto). ¿Por qué hacerlo público entonces? Ah, pues porque sí, porque sigo sin tomarme demasiado en serio y porque probablemente en el fondo sea, ¡ay!, un exhibicionista descarado.